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jueves, 25 de enero de 2018
lunes, 22 de enero de 2018
viernes, 19 de enero de 2018
lunes, 15 de enero de 2018
MEMORIA DE ESPAÑA

LA DECADENCIA DE UN IMPERIO: DE LOS AUSTRIAS A LOS BORBONES1652- 1714)
La España de de Carlos II
La Guerra de Sucesión
La Significación de Utrech
LA NUEVA ESPAÑA DE FELIPE V (1714- 1746)
Las Nuevas Plantas y el Reformismo borbónico
La continuidad del austracismo
La Cultura
CARLOS III, LUCES Y SOMBRAS DEL REFORMISMO ILUSTRADO (1746- 1789)
Pacifismo y brillanted cultural con Fernando VI
La culminación del reformismo borbónico de Carlos III
La crisis de 1766 y la expulsión de los jesuitas
Los fuerismos catalán y vasco
sábado, 24 de enero de 2015
viernes, 23 de enero de 2015
LA ENFERMEDAD MENTAL DE FELIPE V

Felipe V comía a diario gallina hervida, que le era servida junto con un cúmulo de pócimas, brebajes y tónicos para estimular su actividad sexual. A tal efecto todos los días desayunaba cuajada y un preparado de vino, leche, cinamomo, yemas de huevo, clavo y azúcar. La actividad del rey era tan desenfrenada que llegó a ser motivo de preocupación en los círculos cortesanos. En 1716 el embajador francés en Madrid informaba a Versalles que el rey estaba agotado, al borde de la extenuación “por el uso demasiado frecuente que hace de la reina”. Algunos médicos, como el francés Burlet, advirtieron al rey que tales excesos estaban poniendo en peligro su vida. Pero esta advertencia no sentó precisamente bien a la reina, Isabel de Farnesio, que al tener conocimiento de ello hizo salir inmediatamente al médico de la corte. Esta actitud de la parmesana señala hasta qué punto era consciente de dónde residía su poder sobre Felipe V. El monarca, apocado y abúlico, se convertía con facilidad en un juguete en manos de la persona que estuviese más próxima. De ahí que la reina no quisiese oír ni hablar de separaciones. Algunos contemporáneos afirmaban que ella misma se encargaba de agravar las debilidades de su marido para de esta forma poder controlar mejor su voluntad.
Felipe V fue cayendo en la melancolía, la hipocondría y la locura. Cada día era más dejado, más extraño. Sin embargo, hubo una fecha en concreto que parece que fue una especie de detonante para una cadena de manías que no le abandonaron nunca. Y es que el 4 de octubre de 1717, cuando cabalgaba por la mañana, creyó que el sol le atacaba. Eso le llevo a un proceso de degeneración en el cual no se dejaba cortar por nadie el cabello ni las uñas porque pensaba que sus males aumentarían. Las uñas de los pies le crecieron tanto que llegó un momento que ya no podía ni andar, y llegó a pensar que estaba muerto. De hecho preguntaba a sus guardias porqué no lo habían enterrado, dado que estaba muerto. Se mordía continuamente los brazos de ansiedad. Otras veces, decía que no tenía brazos ni piernas. Su conducta era cada vez más estrafalaria: mandaba abrir las ventanas en pleno invierno, se envolvía en
mantas en verano, y algunas noches se creía convertido en rana. Sufría delirios y verdaderos ataques de histeria. Había opiniones para todos los gustos y el ambiente de la corte se encontraba enrarecido. La reina trataba de controlar la situación y evitar que ésta degenerara. Comenzó a circular un extraño rumor: se decía que la ropa blanca del rey y la reina irradiaba luz. El fenómeno afectaba a paños, sábanas, camisas… Como no se encontraba una explicación racional al suceso, se buscó otra de tipo más providencialista, llegándose a la conclusión de que se debía a que el número de misas dichas por el alma de Luisa Gabriela de Saboya, la primera esposa, había sido insignificante. Si tal era la causa, la solución era fácil: se ordenó decir doscientas mil misas por el eterno descanso de la reina difunta y, por si acaso, se renovó toda la mantelería y vestuario real afectado. Al parecer el fenómeno volvió a repetirse y Felipe V estuvo a punto de enloquecer. Ordenó establecer vigilancia permanente sobre su ropa personal y para evitar posibles hechizos su confección se encargó a monjas, pensando, sin duda, que manos tan celestiales sabrían evitar aquella obra del diablo. El rey se negaba a cambiar sus mudas de ropa interior hasta que las mismas, hechas jirones, quedaban inutilizables. Poco después del matrimonio del primogénito, en 1721, el monarca entró otra vez en una fase de profundo abatimiento que le hizo desentenderse de todo lo relacionado con los asuntos de Estado. Pasaba largas temporadas en un palacio que se estaba construyendo en la frondosa zona de los pinares de Balsaín, en la sierra de Guadarrama, un palacio conocido como La Granja de San Ildefonso. Allí se retiraba en compañía de la reina. El duque de Saint-Simon nos presenta al monarca por estos años como un verdadero demente: el rostro desencajado, perdido el color a su consecuencia de su costumbre de vivir de noche y permanecer encerrado durante el día. Su físico estaba notablemente envejecido para un hombre que aún no había cumplido los 40. Nunca había tenido facilidad de palabra, pero ahora llamaba la atención la torpeza de su habla, que en algunos momentos le impedía hilar adecuadamente las frases. A todo esto venía a sumarse su falta de aseo personal y su indumentaria. No se mudaba de ropa.

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